El fin del mundo, la fragmentación del sujeto o la muerte del cine son algunos de los motivos que atraviesa la última filmografía nihilista. Cuatro filmes y cuatro discursos, o no discursos.
Algunas de estas películas esperan todavía su estreno en la cartelera alicantina, otras pasaron de puntillas. Juan Navarro de San Pío La crisis económica que sacude el mundo está contagiando a la pantalla de cine de sombras nihilistas. Como las que muestra Paul Thomas Anderson en The Master (2012), retrato de un ser a la deriva entregado con desesperación al alcohol, al sexo y a la fe manipuladora. La temporada pasada quedamos conmovidos por esa elegía romántica en torno a la disolución individual y cósmica que proponía Melancolía (Lars von Trier); asistimos a ese cielo lleno de nubes y tormentas apocalípticas que obsesionaba al protagonista de Take shelter (Jeff Nichols); y también fuimos espectadores de la disipación existencial que padece el protagonista de Shame (Steve McQuenn), fruto de su patológica adicción sexual.
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En Cosmópolis (David Cronenberg, 2012), adaptación de la novela homónima de Don DeLillo, se aborda la crisis económica. Tal y como anuncia un cartel que aparece en la película: "un espectro recorre el mundo: el fantasma del capitalismo". Un brooker encerrado en su limusina recorre Nueva York mientras el estallido social y político acontece tras la ventana de su coche. Si en su anterior película, Un método peligroso, Cronenberg recurrió a Freud, en ésta invoca a otro "maestro de la sospecha", Marx, para comprender la crisis actual. "El dinero ha perdido sus cualidades narrativas, tal y como le sucediera a la pintura hace ya tiempo", le dice una asesora al protagonista. La ausencia de racionalidad y sentido sitúa al capitalismo en una fase de abstracción nihilista, como el cuadro de Rothko que aparece al final de Cosmópolis.
A excepción de Cosmópolis y del cine militante más comprometido (Loach o el último Costa-Gavras, El capital), en la mayoría de estas películas, de tintes apocalípticos, la crisis económica queda fuera de plano. Es el caso también de Holy Motors (Leo Carax, 2012).
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